El trasunto en materia social siempre es más o menos el mismo: predominio, envidia, ambición, intriga, mentira, tergiversación, maniobra. Esto es lo que hace que cada vez nos importe menos qué motivó este hecho, qué dio lugar a él, quiénes intervinieron, cuál es móvil y qué se pretende con ello. Al final todo se reduce a dominación y a lucro.
Dicho lo anterior, hay muchas diferencias formales entre la religión islámica y la cristiana. Sin embargo en las de fondo, apenas alguna. Y entiendo por fondo, eso que en filosofía se llama esencia o lo que es en sí. En realidad ninguna religión instituye principios disolventes; ni individuales ni sociales. Ninguna dice: mata a otro, destruye tu sociedad, agota las canteras, arrasa la selvas o vacía los mares de sus frutos. Todo lo contrario. Todas intentan ayudar a la debilidad flagrante del ser humano. Sin embargo, a pesar de su empeño y principalmente las monoteístas, no hacen más que aportar miseria tras miseria. La paradoja está en que para adorar a Dios, a un Dios eventual, improbado e improbable, no es preciso vocearlo, menos agitar al mundo con la convicción, y menos arremter contra el prójimo, y menos matar en su nombre.
Bueno, admitámoslas. Todas las religiones van a parar a lo mismo: a facilitar el equilibrio, a ayudar a los seres humanos y a la sociedad a que pertenecen a doblegar su lado perverso y su inclinación a causar perjuicio. Colaboran a que el ser humano compense el instinto de la propia supervivencia con el ajeno. Todas concilian logos, razón pura, y razón práctica, sobrevivir. Pero son hombres quienes las administran, y como tales, no hacen más que despropósitos.
Por consiguiente entre el Islam y la Cristiandad no hay más un montón de diferencias rituales, formales, conceptuales. Pero conceptuales sobre lo accesorio, no sobre lo fundamental. Y desde luego la religión cristiana y las disciplinas que la componen para su innecesario estudio: teología, apologética, teodicea, etc encierran a menudo tantas contradicciones entre sí como exégetas se dedican a interpretarlas.
Pero no podemos, sin volvernos locos, disociar los razonamientos de papas y expertos en religión cristiana de la lógica formal, del lenguaje común y del metalenguaje asociados a ella. Por consiguiente, en lo formal, en lo accesorio, en la cáscara que envuelve los preceptos mosaicos que se reducen a dos, tanto puede valer una cosa como otra, a menudo opuesta a ella si contrastamos lo dicho en el Antiguo Testamento con lo dicho en la Buena Nueva. Y ello es en función de los tiempos, del lugar, de las modas, clima y necesidades materiales de cada sociedad.
Pero desde luego no es posible refundar una religión como la cristiana prescindiendo de la constante paradoja, de los constantes vaivenes de concilios y de principios que en un momento histórico fueron concluyentes hasta desencadenar guerras intestinas en el seno de la propia iglesia cristiana o cristianas. De aquí viene el celibato impuesto de los chamanes o el matrimonio consentido a los chamanes, la barraganía o la condena de la barraganía, la sexualidad como epicentro o la caridad como norte. Son tantas las contradicciones formales en cuanto se salen de la afirmación de la pura existencia de Dios (independientemente de otros aspectos innobles y ofensivos para la razón, como son indulgencias, inquisición, cruzadas) que más les valiera a los dirigentes eclesiásticos cristianos olvidarlo todo y renunciar de una vez a un pensamiento único sobre naderías. No puede haber una verdad absoluta, jamás ha existido ni existirá fuera de lo que le une a las demás religiones y de lo que tiene en común con ellas y concretamente con el Islamismo.
Si está de acuerdo Benedicto XVI en que ambas religiones comparten los preceptos esenciales: el amor a Dios y a los demás seres humanos ¿a qué viene atizar desde el Vaticano una nueva guerra santa que no se distingue de la yihad? ¿Se ha apoderado del penúltimo papa el alma del diablo o la mentecatez o la perversidad aliándose a quienes causan mayores males, más atrocidades, más muerte y destrucción, que son los dirigentes anglosajones y sus socios? Lo que no se puede es tomar el asunto religioso en el siglo XXI como una cuestión competencial y economicista propia de la repulsivamente mercantilizada concepción occidental.
Hay una circunstancia por lo menos llamativa cuya causa, origen y explicación no me interesa en este momento pues la atribuyo a lo que llamo aspectos formales. Y es el protagonismo, como meros pacticantes, que en ambas religiones y liturgias tienen hombre y mujeres. La musulmana, en este sentido, parece estar hecha para los hombres, mientras que los hombres en la cristiana parecen exclusivamente cada vez más circunscritos a proveer los puestos de la jerarquía y cuadros de mando. En los templos de la cristiana, y concretamente la católica, y concretamente en España, la presencia de los hombres es cada vez más testimonial.
Como el papa y sus acólitos están acostumbrados a la sumisión dentro de ella de la mujer con su psicología dócil, debilitada por la propia Iglesia, provoca una diferencial emocional dramática entre las consecuencias de los discursos de los papas y la respuesta de la religión contra la que arremeten. No son mujeres las que braman armadas hasta los dientes, son hombres hechos y derechos los que braman por la indignidad. Aquí está la explicación de la imposibilidad de diálogo mínimamente inteligible entre Cristiandad e Islam. Una visión femenina o feminoide de la vida y de la muerte, frente a una visión viril, y si se quiere machista, de lo mismo.
En suma, estas recientes declaraciones de Benedicto XVI son propias de un malvado o de un cretino o de un botarate. Cualquiera de las tres posibilidades reducen lo que parecía una superior inteligencia, a escombros. Y además, todo tiene lugar en tiempos en que asoma el Anticristo. Y parece que la mayor diversión que estos tiempos nos deparan, consiste en adivinar quién es o quién lo encarna.
Por: Jaime Richart de Kaosenlared
Santiago de Chile, 18 de septiembre 2006
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