Contenido en notas de la Embajada del Perú en Santiago de 5 y 6 de noviembre de 2005, que derivó en su detención el 7 por orden del juez designado para conocer del asunto.
Se atribuye a Fujimori responsabilidad criminal en casos de asociación ilícita para delinquir, especulación, hurto de fondos públicos, falsedad ideológica y tortura y de homicidio calificado, lesiones graves y desaparición forzada en la masacre de Barrios Altos y asesinatos en la Universidad La Cantuta, de 1991 y 92. Todo esto en un marco de práctica generalizada o sistemática de violaciones a los Derechos Humanos, ocurridas durante su gobierno, entre 1990 y 2000, que el derecho internacional reconoce como crímenes contra la humanidad respecto de los que todos los países, incluidos Chile y Perú, tienen la obligación de investigar y, en su caso, de castigar a los responsables de haberlos cometido u ordenado cometer.
Es imposible no recordar similitudes con el caso chileno, especialmente cuando se afirmó ante la Corte que Fujimori «fue acaparando todos los poderes en su persona y con ello procedió al atropello de los Derechos Humanos en beneficio propio y de terceros», acciones que fueron solapadas por su ex asesor Vladimiro Montesinos. O cuando se recordó que el ex mandatario propició y estimuló la creación del grupo Colina dentro de las Fuerzas Armadas peruanas para la eliminación de personajes sospechosos y enemigos del régimen», acciones que ahora no recuerda y de las que dice se enteró por la prensa, ya que, según él, no controlaba a las Fuerzas Armadas.
Los chilenos tenemos experiencia en la materia. En los días en que se alegaba la extradición se conoció el fallo en autos Nº 6.528-06 de la Suprema, que condenó en definitiva a Contreras, Iturriaga y a otros de su misma ralea, a penas de cárcel que se suman a las que los tienen en prisión. También hace pocos días, la Corte de Apelaciones revocó la decisión de aplicar la Ley de Amnistía por el episodio San Javier de la Caravana de la Muerte y dictó condena.
Ya no es posible negar los horrores en Chile a partir del 73, ni la participación y conocimiento de Pinochet en todas y cada una de las tropelías de sus agentes de la DINA o de la CNI, habiendo fallecido el dictador cuando el panorama se le obscurecía y debía afrontar cargos por violaciones graves a los Derechos Humanos. Nos remecen los entretelones del Caso Conferencia y las imágenes del Guatón Romo explicando cómo debía aplicarse tormento y todos, sin excepción aunque algunos no lo reconozcan, sentimos y sabemos de la responsabilidad cupular en esos hechos.
La defensa de Fujimori es la misma que la esgrimida en su oportunidad por los condenados chilenos y por el dictador en su tiempo: prescripción, falta de pruebas e ignorancia absoluta respecto de los hechos y de los grupos encargados de la ejecución material de los peores crímenes en contra de la humanidad que recuerdan nuestros países. Blancas palomas que deben haber permanecido en una especie de limbo particular. De allí su ignorancia.
No creemos ya en el Viejo Pascual. Hay antecedentes para presumir que Fujimori sabía, que ordenó, que permitió. Nada escapaba en el Perú a su control personal o al de Montesinos, tal como no se movía una hoja en Chile sin que el dictador lo supiera o que el Mamo se lo contara. Para extraditar sólo se requieren presunciones, no pudiéndose exigir testigos que vieran a Fujimori ordenar o apretar el gatillo, como no se veía a Pinochet hacerlo, sin que resulten ser menos culpables. Por eso, con el abogado del Perú, debemos pedir a quienes tienen el privilegio de hacer justicia, el que deben honrar por ellos mismos y por todos los chilenos, «dejen que el Perú escriba esta historia. Entreguen a Fujimori a la justicia peruana».
Por Leonardo Aravena Arredondo, profesor de Derecho de la Universidad Central.
Coordinador Justicia Internacional y CPI, Amnistía Internacional-Chile.
Santiago de Chile, 28 de agosto 2007
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