Bastante se ha dicho y escrito en el país sobre la importancia de la lectura en tanto proceso de comprensión de la realidad. Sin embargo, a la luz de los magros indicadores que por años arrastra nuestra sociedad en la materia, incluso en el plano de los estudios internacionales, las expresiones vertidas una y otra vez al respecto están más cercanas a dejar las cosas como están que a introducir cambios capaces de ejercer efectos concretos en el hábito lector.
Durante los últimos meses, de hecho, el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes ha convocado a diversas personalidades del sector, con miras a aunar criterios en torno al diseño de políticas públicas que fomenten la lectura en la población. En ese contexto, hasta ahora en Chile ha primado el interés de la industria editorial, que con tal de seguir llenándose los bolsillos a costa de la ignorancia, ha instalado el supuesto de que el problema se resuelve incrementando la cifra de libros disponibles y dando relieve retórico al asunto.
Como los resultados están a la vista y la institucionalidad sigue entregando títulos profesionales a quienes no saben escribir siquiera en su lengua nativa, es necesario decir algunas cosas. Por cierto hay que incrementar la dotación de libros por habitante, que es la más baja de la OCDE. Pero hay que abaratar radicalmente los costos del libro, aboliendo el impuesto al mismo y creando una editorial estatal que garantice el acceso de los trabajadores a volúmenes de alto calibre en materia de literatura universal y nacional, cuyos títulos sean incorporados a los programas de estudios del MINEDUC.
Además, es fundamental romper con la tendencia esquizofrénica que sobre el particular manifiesta un modelo educativo sospechoso, que habla todos los días del papel de la lectura en el desarrollo intelectual de los estudiantes al mismo tiempo que somete a éstos a esquemas evaluativos de respuestas estandarizadas con alternativas múltiples, donde no se mide comprensión -eso significa la palabra lectura-, sino capacidad de acierto.
Por otra parte, las bibliotecas públicas, escolares y universitarias deben cumplir con los criterios mínimos planteados por UNESCO, y tal indicador ha de condicionar la acreditación de las supuestas entidades que con el nombre de educativas sólo persiguen generar utilidades. De igual manera, es esencial revisar críticamente los sistemas pedagógicos impuestos en las últimas décadas, que explotan al profesor y minimizan el rol del estudiante como sujeto activo del aprendizaje.
Es imprescindible, en ese sentido, cuestionar también la doble jornada escolar, pues esa dinámica acumulativa no genera, sino resta tiempo a la exploración lectora y, lejos de promover la formación de un ciudadano proactivo, reflexivo y capaz de repensar la sociedad a partir del conocimiento, termina generando seres pasivos, víctimas de un ritual circular que sólo les adiestra para seguir obedeciendo.
Por Academia Libre
Santiago de Chile, 29 de septiembre 2014
Crónica Digital