Luis y Flor llevan cerca de cuatro décadas juntos. Algunos pensarán con suspicacia que en tal matrimonio no debe quedar ya nada apasionante o romántico, pero lo cierto es que estas dos personas trabajan en el mismo lugar y aún van juntos a almorzar, se hablan con respeto y se miran con infinito cariño. Si una colega lo celebra, ella se nota discretamente incómoda, pero él la desarma con una sonrisa, cargada siempre de esa ternura fiel que luego le reafirma en sus poemas y canciones de amor.
Huelga decir que son la envidia de muchos jóvenes. Nadie que los conozca puede dudar de que para ellos este 14 de febrero será un día especial, en el que tal vez recuerden aquel primer flechazo que llevó a sus estómagos esa deliciosa cosquilla solo provocada por la persona amada.
Otros no tendrán tal suerte, y no celebrarán el Día de San Valentín con tanta efusividad por haber perdido a ese que creyeron el eterno amor, o porque, sencillamente, el rompecorazones todavía no ha tocado a su puerta.
¿Y qué es, en esencia, eso que tantas lágrimas ha provocado en el género humano, ya sean de desdicha o de felicidad? Algunos lo describen como estrella fugaz, intenso pero frágil, a la manera de los poetas trágicos. Por eso se entristecen si no hay con quien esperar el único día del año en que perciben realmente su ausencia.
Otros, en cambio, no le dan mucha importancia a la fecha, pues son de la opinión de que para amar no existe un día específico, sino toda una vida, siempre que encuentren a la persona indicada y sean, además, correspondidos.
En una carta a su hermana Amelia, el joven Martí dice: Una mujer que ve escrito que el amor (…) empieza a modo de relámpago, con un poder devastador y eléctrico, supone cuando siente la primera dulce simpatía amorosa, que le tocó su vez en el juego humano (…) ¿Tú ves un árbol? ¿Tú ves cuanto tarda en colgar la naranja dorada, o la granada roja, de la rama gruesa? Pues, ahondando en la vida se ve que todo sigue el mismo proceso. El amor, como el árbol, ha de pasar de semilla a arbolillo, a flor, y a fruto.
Sin embargo, cuántos no quisieran disfrutar de una media naranja sin esperar el momento propicio para la cosecha, ni detenerse el tiempo necesario para ver crecer y madurar la relación…
¿SABEMOS AMAR?
Históricamente se ha visto el amor como una sensación de dependencia, de descontrol constante de las emociones. Un flotar en el aire que produce euforia solo de ver a la persona con la que se ha establecido una empatía, a veces involuntaria, y se cree que no hay nada ni nadie más fuerte, por lo que se cambia hasta la propia vida.
Pero sentirse atraído por alguien no significa que sea ese el mejor camino para formalizar de inmediato una vida en común, afirma el sexólogo español Francisco Cabello. Por el contrario, para él es, quizá, un mal punto de partida.
Enamorarse produce en el organismo las mismas reacciones que un trastorno obsesivo compulsivo, según demuestran estudios aplicados a personas en estos casos: la mirada perdida, el nerviosismo, el pensar compulsivamente en el sujeto de su obsesión y la necesidad de organizar la vida en función de ese ideal imaginado, son comunes a ambos.
Para bien o para mal, los especialistas le conceden a tal estado de enajenación mental provocado por el amor químico, entre una semana y tres años. Paradójicamente, dura más cuanto mayor es la inestabilidad psicológica de la persona enamorada.
Pero, tarde o temprano, el individuo vuelve a su estado normal y baja su deseo de vivir para el otro. A la sazón los defectos empiezan a notarse o dejan de ser graciosos. Se cree que la pareja ha cambiado, cuando es la misma, solo que ahora no la vemos igual. Y entonces, ¿qué hacer con los sueños de eternidad?
MÁS QUE NECESIDAD
La vida de una pareja pasa por diversas etapas, según explica el doctor Cabello, quien preside el Instituto Andaluz de Sexología. Por eso es preciso estar seguro de que elegimos a alguien capaz de soportar las pruebas que impone la cotidianidad.
Casi como un ser viviente, el amor nace, crece y puede morir. Un modelo teórico explica este fenómeno planteando que al terminar el llamado enamoramiento ese estado inicial de apasionada locura se llega a la fase de desenmascaramiento, donde ya los defectos molestan.
La tercera etapa, la del tedio, es ese periodo en el que se añora la antigua individualidad: lo que negamos del yo para construir un nosotros. Inevitablemente se llega a un punto de conflicto en el que es preciso decidir entre separarse o reajustar la relación sobre valores más sólidos. Es aquí donde lo eterno empieza a definirse.
Otro modelo enmarca las uniones en un período de hasta dos años de pasión inicial, seguido de una etapa en la que prima la intimidad o sensación de pertenencia, que puede llegar hasta los seis años, como promedio.
Pasado ese tiempo, solo sobreviven los compromisos: bases más sólidas para hacer durar una relación toda la vida, como el cariño, la confianza mutua, una familia en común, una casa, gustos, buenas y malas vivencias, planes futuros, y hasta comodidades de las que no se quisiera prescindir.
A esto se suma la certeza, adquirida con la experiencia, de que cualquier otra relación seguirá los mismos pasos, tarde o temprano, y resulta juicioso aquel proverbio de que más vale malo conocido…
Por eso el modelo tradicional de matrimonio tiene fecha de caducidad, asegura Cabello. Casi siempre su duración es inversamente proporcional a la pasión vivida en los inicios. Mientras más despacio comience una relación, más estable logrará ser frente a los embates del tiempo.
El reto está en educar desde la infancia para el verdadero amor. La convivencia es una carrera más de resistencia que de velocidad.
Valdría la pena entonces recapacitar: ¿No tendrán razón nuestros abuelos cuando aconsejan con ahínco esperar que el noviazgo asiente un poco su efervescencia inicial antes de dar un paso más definitivo?
Por: Mayte María Jiménez y Mileyda Menéndez
de jrebelde.cu
Santiago de Chile, 21 de junio 2006
Crónica Digital
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