CINE LATINOAMERICANO, UN CURSO DESIGUAL

Mientras Chile prosigue aceitando eso que desde fines de los 90 la crítica local calificó de «renacimiento» y Colombia depara todo tipo de sorpresas, Brasil y Argentina siguen mostrando sus habituales altibajos y veleidades estéticas. Cuba mantiene una inescamoteable dignidad, mientras México ha perdido su no muy distante protagonismo.

De cualquier manera, dentro de la omnipresencia y omnipotencia hollywoodenses, las tiranías del mercado y su leonina unipolaridad, el cine latinoamericano sigue haciéndose (e incluso, imponiéndose) dentro de festivales, en pequeñas salas, en algún rincón de la variada TV por cable y, aunque en franca desventaja, frente al pulpo estadounidense, se hace sentir.

Al margen de los premios del festival habanero, siempre prestos a inconformidades y reservas, lo visto permite confirmar cómo Chile sigue en la cima de la montaña.

En la cama, de Matías Bize García (Sábado) significa una proyección hacia contextos que trascienden su marco (una simple habitación donde una pareja hace el amor, conversa y confronta puntos de vista sobre los más diversos temas), y se abre a una reflexión profunda sobre aspectos significativos en torno al erotismo, la comunicación, la soledad y las relaciones humanas más allá de la relación de pareja, que inciden de manera positiva en el espectador, con quien entabla un verdadero diálogo.

Todo desde una estructura minimalista, con una cámara en mano que se mueve creativamente dentro de su mínimo espacio, y que pone notablemente en pantalla un sólidamente construido guión con destacadísimas actuaciones de sus únicos actores, Blanca Lewin y Gonzalo Valenzuela.

Por su parte, una ópera prima como Play, de la egresada de la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (ECITV), Alicia Scherson, encauza dentro de una perspectiva experimental (cámara en mano, coexistencia temporal de varios personajes, mínimo diálogo…) la soledad y perenne necesidad del otro de varios santiaguinos mediante sucesos que los enlazan y relacionan.

La concentración que logra la joven cineasta en el sujeto, en las coordenadas del relato, en la proyección actoral, apoyada en un inteligente montaje, proyectan la obra a una dimensión que trasciende el mero ejercicio de principiante.

Dentro de un ángulo más comercial y al uso, Mujeres infieles es una comedia erótica (algo muy de moda en el cine chileno contemporáneo desde el super éxito de filmes como El chacotero sentimental o la reciente Sexo con amor), que dirige Rodrigo Ortúzar. Cinta coral cuyos varios casos apuntan a una tesis que, aún cuando una famosa sexóloga la defienda explícitamente, late en cada uno de ellos: no hay mujer infiel sino insatisfecha, y también: no hay por qué otorgarles a los hombres un «privilegio» anejo a todo humano.

El tono del filme, comedia en definitiva, es deliberadamente ligero, por lo cual no debe esperarse mayor profundización en los personajes ni situaciones resueltas con demasiada hondura sico(o socio)lógica. Basta (por lo menos al director) alternar e interrelacionar los diversos casos con una edición fluida, con varios chistes funcionales (no siempre de buen gusto, siquiera) y actuaciones que también lo son, en correspondencia con el diseño de personajes.

La realización tampoco es compleja, y responde más a una estética televisual, como de serie o telenovela (sólo que, por supuesto, adaptada a algo más de los noventa minutos estándar) que al cine, pero de cualquier manera se pasa bien con esta simpática incursión en la problemática de la mujer clase media del Chile contemporáneo.

Entre sonrisas y gags, se lanzan ciertos dardos a la TV y su política comercialista, la falta de escrúpulos de los detectives privados y la doble moral, y donde la autosatisfacción femenina y la libertad definitiva (algo así como el libertinaje amoroso) parecen asomar como posibles soluciones.

Entre esas tendencias se mueve la producción chilena, que como apreciamos, no despunta nada mal.

Argentina se abroquela en sus veleidades. Prosigue la línea des-narrativa, neovanguardista a lo Monobloc, de Luis Ortega, o un tanto menos críptica, en Géminis, de Albertina Carri, pero lo mejor parece situarse en una línea intermedia, dentro de trabajos más insertos en un tipo de diégesis tradicional, representada por El viento, del veterano Eduardo Mignogna, o el documental político de otro maestro, Fernando «Pino» Solanas (La dignidad de los nadies).

Brasil siempre acerca piezas de mucho interés, incluso dentro de los debutantes.

Esta vez, por ejemplo, sorprendió gratamente Cidade baixa, de Sergio Machado, que sitúa el tradicional triángulo erótico (dos hombres y una mujer) en el inframundo de la marginalidad; los encontrados sentimientos de los dos amigos íntimos enemistados por la eterna «manzana de la discordia», en un pequeño pueblo costero. Notablemente ambientada, fotografiada y actuada, invita a seguir muy de cerca la subsiguiente obra del joven cineasta.

Y cuando no se trata de obras completas, siempre del «gigante sureño» se aprecian logros parciales, sea una bonda sonora sugestiva y casi protagónica (como la concebida por Luis Enrique Xavier para Jogo subterráneo) o la imponente fotografía del polifacético Walter Carvalho para La mala hora de Ruy Guerra, después de encantarnos con el «biopic» en torno a Cazuza, el gran poeta de los 80, en El tiempo nao para, donde asiste muy de cerca a la directora Sandra Werneck.

Ambos logran mediante una dinámica cámara (en mano, muchas veces) captar el nerviosismo, la fibra y la vibración de vida, obra, generación, contexto, con fuerza y a la vez poesía, una labor fotográfica esmerada, una cuidadosa edición y una banda sonora que mezcla e incorpora a la excelente música todo el ruido de una época y un país.

Seleccionado entre sesenta actores, el joven Daniel de Oliveira (doblando las canciones en voz del cantante original) logra una labor en realidad virtuosa, que secundan sus compañeros de trabajo, entre ellos la veterana Marieta Severo, como la madre.

México decepcionó, aún cuando una de sus pocas ofertas en concurso, no sólo llegó firmada por un director «de la vieja guardia», Felipe a Cazals (Canoa), sino que obtuvo un par de Corales, incluido el de mejor dirección, algo que dejó a todos boquiabiertos, por cuanto se trata de una cinta absolutamente fallida.

Declaró su realizador que ésta era sobre «las almas en pena en este mundo, que no son los muertos sino los vivos». A los pocos minutos de proyección se comprobó que los únicos penantes eran los espectadores de este dramón ambientado en una aldea en el México del siglo XIX, donde todo el mundo está siempre ebrio y donde la historia, imitando el título, da vueltas y vueltas sin encontrar la punta del conflicto.

De una cinematografía tan poco «sonora» como la ecuatoriana, sin embargo, nos llegó uno de los títulos más inquietantes del festival, aún cuando, como tiende a ocurrir, fue absolutamente ignorado por el jurado. Me refiero a Crónicas, segunda del ecuatoriano Sebastián Cordero, muy superior en todo sentido a su inicial Ratas, ratones, rateros.

La trayectoria e identidad de un despiadado asesino en serie de niños, es lo de menos; si acaso un pretexto para aterrizar en su verdadero tema: la manipulación televisual, algo que no por muy tratado en el cine (recordemos por ejemplo, El cuarto poder, de Gavras) resulta menos interesante.

Esta vez, el equipo que encabeza el popular Manolo Bonilla (John Leguizamo) convierte, a su pesar y sin darse cuenta, al dual violador y asesino (donde convive la eterna pareja de Hikell y Mr.Hyde) en un verdadero héroe para la veleidosa población de un humilde paraje rural.

La manera en que se insertan ambos casos, la relación entre el periodista y el presunto asesino (cuya identidad está revelada desde el inicio, pero hábilmente escamoteada), los bien desarrollados entresijos de la anécdota desde un guión impecable, el dosificado suspense y las actuaciones (donde al actor de origen latino se suman la española Leonor Watling y el mexicano Damián Alcázar, verdadera estrella del filme, mucho mejor aquí que en el filme anterior, por el cual recibió el premio en la Habana).

Todo ello demuestra que Cordero ha arreciado su mano directriz, afinado su pluma y crecido integralmente en tanto cineasta.

Por último (aunque para nada en este lugar en una escala valórica), nuestra cinematografía también muestra polaridades entre un cine viejo, melodramático, con soluciones extraidas de la telenovela, aunque siendo justos, resueltas de manera más que decorosa por un patriarca como Humberto Solás (Barrio Cuba) y la sangre fresca que implica su tocayo, de apellido Padrón, moviéndose dentro de una estética mucho más novedosa y fresca desde el punto de vista dramático y narrativo (Frutas del café).

Entre ambos una suerte de punto medio representado por un tipo de cine ( que pudiera clasificar de «infantil», sólo temáticamente, aunque sus presupuestos se enrumben más a lo tradicional y ello no marcha reñido con la eficacia comunicativa. Junto a él, otro intelectualizante, mas presuntuoso, retórico y casi del todo fallido al no cristalizar tan elevadas ambiciones (Bailando chachachá, de Manuel Herrera).

Cuba, en tanto coproductora parte del sujeto y total objeto, se eleva en una cinta como Havana blues, del español egresado de la ECITV Benito Zambrano (Solas). Con un exceso que repleta el guión de «malas palabras» y alguna que otra ingenuidad en su discurso, la obra (otra en torno al eterno dilema criollo del irse-quedarse y las relaciones concretamente con España) despide la fuerza, energía y vitalidad que también proyecta la notable banda sonora, a base de rock de raíces muy cubanas. Como lo es el propio filme por mucho que su director sea hispano, pero con años vivenciados entre nosotros.

El cine latinoamericano sigue su rumbo, a veces errático, otras preciso, pero ya se sabe que lo importante es el camino, y no hay dudas de que, en esta parte del mundo, lo tomó un día para no abandonarlo.

Por: Frank Padrón *Escritor y crítico de cine cubano. Colaborador de Prensa Latina y Crónica Digital.

La Habana, 2 de enero 2005
Crónica Digital/Prensa Latina

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