El negocio de varios de aquellos inescrupulosos que pensaban seguir lucrando con la compraventa de títulos universitarios comienza, aunque tímidamente, a hacer aguas. Y es que el presidente de la Comisión Nacional de Acreditación (CNA), Matko Koljatic, anunció durante su cuenta pública anual que, en adelante, la evaluación estatal a las casas de estudios superiores será obligatoria para todas, procediéndose a intervenir las instituciones que reprueban dicho proceso.
Asimismo, la autoridad denunció la elevada concentración que se observa en el curso de tal calificación. “Hay instituciones que hacen todas sus acreditaciones sólo con una agencia y también pasa que, para algunas agencias, más del 70% de las acreditaciones provienen de una sola institución y es su único contratante”, advirtió el personero (La Segunda, 29 de abril). Por cierto, no se trata de una cuestión meramente administrativa, sino de una mañosa operación cuyos efectos se dejan caer sobre el análisis académico de los resultados o, como el propio Koljatic señala, muy sugerentemente, “nos llama la atención que, de un total de más de 300 procesos de acreditación de carreras y magísteres, sólo 4 no hayan sido acreditadas”.
Lo que señala el titular de la CNA es clave. ¿Será tan buena la calidad de la educación universitaria, técnica y técnico-profesional en Chile, que sólo el 1% reprueba la acreditación? La entidad, al menos, fiscalizó algunos campus, utilizando los mismos instrumentos que las agencias, pero recurriendo a pares evaluadores propios.
En términos del propio Koljatic, “hubo casos en que no cuadró mucho” el resultado. Efectivamente, así como no es posible que una universidad que no cumple estándares de excelencia pueda aspirar a recursos públicos, tampoco es posible que ella ponga membretes a diplomas profesionales sin que el Estado intervenga. Y he ahí un punto central que distinguir.
La universidad es un ente crítico de de la sociedad y, por tal razón, la autonomía es requisito sine qua non de su condición de tal: es ella la que debe definir, soberanamente, qué programas académicos impartir. Pero en una sociedad que vende la enseñanza, lo que tales corporaciones terminaron haciendo es inventar, en vínculo con las licenciaturas y grados académicos, los títulos profesionales, que terminaron convirtiéndose en un pasaporte al mundo laboral, que es un asunto bien distinto de la naturaleza del campus. Y allí es donde el Estado no puede permitir que el ejercicio profesional quede relegado al mejor postor, pues la Medicina, por ejemplo, cumple una función social más allá de satisfacer la legítima curiosidad cognitiva de cada cual. Si una universidad no investiga, no puede, al mismo tiempo, jugar al doble estándar de exigir para sí un reconocimento legal, que en la práctica sólo pide para acceder a recursos.
Ejercer el rol crítico de una sociedad implica involucrarse en ella, que es justamente lo que no interesa a las universidades privadas. Pero hacerse cargo de ese papel cuestionador al que está llamado el campus implica, al mismo tiempo, practicar realmente la autonomía académica respecto de la ley, pues de lo contrario serán siempre los poderosos, como hasta ahora, los que autorizarán qué investigar y qué no. Y ahí están los resultados de una sociedad cuyas casas de estudios han promovido la docilidad a cambio de presupuesto, como la Universidad de Chile, cuya Facultad de Economía y Negocios abrió diplomados de Marketing y Gestión de Personas, con el auspicio de las tarjetas de crédito, ofreciendo descuentos directamente proporcionales a quienes tengan la mayor capacidad de maniobra para endeudarse con dinero plástico.
Por Academia Libre
Santiago de Chile, 5 de mayo 2014
Crónica Digital