Desde los albores de la década del 90 del pasado siglo, estalló un conflicto en el sur mexicano que aún perdura y las razones los sociólogos las adjudican a la miseria. mientras el cantautor uruguayo Daniel Vigletti opina que es el olvido del indio.
En su Canción para mi América ofrece otra dimensión del asunto cuando entona: «dale tu mano al indio, dale y que te haga bien, y encontrarás el camino, como ayer yo lo encontré».
El violín es la historia de un músico comprometido que se sitúa en las antípodas de otras cintas de género como digamos El pianista, de Roman Polanki.
Plutarco es un hombre de más de 80 años que toca el instrumento con su hijo Genaro, guitarrista y cantante, y el nieto.
Después de cada actuación los artistas ambulantes «pasan el sombrero» y obtienen magras contribuciones que tan solo les sirven para malcomer. Esta acción, diurna, oculta otra mucho más peligrosa, de noche: la familia es miembro activo de una guerrilla.
Los federales (así le llaman los mexicanos a los representantes judiciales, policiales, administrativos y militares del gobierno central), emprenden una ofensiva y desalojan a familias y guerrilleros de «las áreas peligrosas».
Como consecuencias directas de la refriega, matizada por la tortura y el terror, queda en manos «del enemigo» un territorio donde están enterradas las municiones de los insurgentes. Plutarco, bajo el pretexto de sembrar, todos los días acopia balas para la resistencia.
La cinta, sin embargo, no comienza con la crónica de Plutarco, sino con una sesión de torturas: Un hombre maniatado a una silla, es golpeado con rigor. La escena, a guisa de escarmiento, es presenciada desde butacas preferenciales por los seguidores del insurrecto.
Aquí es donde comienzan a estallar las excelencias del filme de Vargas Quevedo. Por ejemplo, la fotografía, trabajada todo el tiempo en blanco y negro, en impresionantes primeros planos, impone al espectador de toda la tensión y angustia de las víctimas.
El fotógrafo Martin Boege, premio en Huelva por El violín, trabaja cada toma de cierta forma independiente, con precisión en el detalle: un pie que se mueve en muestra de dolor, una escena de cunningulus dentro del mejor teatro filmado, la cara de situación de Plutarco…
El capitán de los federales conmina al viejo labrador a tocar violín. Incluso, en una muestra de humanidad le dice que siempre aspiró a ser músico, pero el hambre (ahí se bifurcan ambos destinos) lo llevó al ejército.
Plutarco un día deja el violín en un escondrijo dentro de su sembradío y rellena el estuche con balas. Un soldado que hace posta le da unas tortillas para hacer tacos, pero el viejo encuentra que junto al alimento yace una estupenda pistola.
La escena se repite a la tarde siguiente, con otra pistola incluida, pero llegado una vez más al sembradío el viejo no encuentra el violín, ni las balas, todo ha desaparecido como por arte de magia.
El capitán lo llama y le muestra el violín y pide que toque. Antes, hizo desfilar por su vista, detenidos, a los miembros de la guerrilla, incluso Genaro el hijo y pistola en mano le apunta a la cabeza al anciano y conmina a tocar.
Aquí la película estalla como los buenos suspenses: «Se acabó la música», dijo Plutarco y cierra con postrera firmeza de condenado su instrumento.
Muchas personas opinan que el filme debió concluir en ese instante, pero el realizador decidió, solución que este cronista comparte, terminar su película con la visión de los nietos de Plutarco tocando guitarra para ganar qué comer.
Los chicos se alejan de la cámara por un camino polvoriento y vecinal y un perro avanza hacia el lente en pose actoral. La represión mató hambrientos, pero no el hambre, los orígenes de la ira continúan allí. Es la conclusión del director-guionista.
El violín tiene como antecedente la cinta soviética Ve y mira (1985), que inaugura el cine de terror real, el de la guerra y la represión. Francisco Vargas Quevedo es el nuevo rey del cine mexicano. Mañana debe ganar por lo menos cuatro corales.
Por Jorge Smith
La Habana, 15 de diciembre 2006
Prensa Latina , 0, 103, 9