CRÓNICA DE UNA ESTADÍA EN BOLIVIA RESURGENTE

Mis padres solían escuchar mucha radio, era su compañía en la dictadura y luego en los difíciles tiempos de reconquista de la democracia. Radio Moscú, Radio Colonia, Radio Nederland, por citar algunas… Yo los acompañaba desde mi imaginación y mis juegos. Mi cabeza imaginaba las muertes, las destrucciones y la violencia. Cuando ya no era tan pequeña, mi madre solía oír en Radio Cultura un programa llamado «Bolivia, un país privilegiado». Ella se reía del nombre porque decía que era una burla del destino.

También como burla del destino su hija terminó trabajando un par de meses en ese país privilegiado, al que nunca hubiese ido de vacaciones a pesar de su exótico paisaje y lo autóctono de su gente.

Cuando me bajé del autobús en la ciudad de La Paz, luego de atravesar Bolivia desde Arica a su capital, me pregunté: ¿por qué el Che Guevara se vino a este país tan alejado de la mano de Dios, si existe Él?. La interrogante fue espontánea como espontánea fue la respuesta: si no era acá, dónde. De Latinoamérica debe ser el país más pobre y más castigado, me contesté para mis adentros. No conozco ninguno de Centroamérica, ni de Europa o África, pero del Conosur de América Latina, Bolivia sin duda es el más pobre.

Gente por doquier, mercados por doquier, comida por todos lados, gente que vende de todo para vivir. Supervivencia. Desorden. Atraso. Ruido, mucho ruido en La Paz. Eso es lo que viví en Bolivia.

Mi ida a la ciudad de Vallegrande estuvo ligada a una visita de trabajo en Santa Cruz de la Sierra, la otra Bolivia, la cálida, pujante, soleada, alegre y rica. Llegué a Vallegrande en una fresca madrugada, luego de una hora de camino de tierra y luna brillante. Nunca pensé que sería tan difícil llegar al lugar dónde el Che pasó su última existencia.

Vallegrande es lindo, acogedor, un valle en medio de los cerros y la selva, con muchas plantaciones, muy verde y donde se vive de la agricultura y de la tierra.

Todo el tiempo que estuve ahí tuve la sensación de que el tiempo había retrocedido y estaba en la época de la colonia. Me hospedé en la Asociación Agrícola Cooperativa de Vallegrande, un hotel con una estructura española y vista a todo el Valle. Increíble. El tiempo había pasado y estancado entre el polvo, el sol y la brisa. El museo, el centro cultural y el centro antropológico eran los lugares más difundidos y visitados por los turistas. El Museo del Che dentro del mismo museo general, donde también funciona la biblioteca del pueblo, resultó lo más expectante para mí. Pero sus paredes con la historia allí contada del más famoso guerrillero de la historia de América, no lograron calmar mi expectativa de resucitar aunque fuera por minutos la biografía de Ernesto Guevara de La Serna, el argentino–cubano que desde Cuba se fue hasta Bolivia a resurgir la liberación de los pueblos.

Cuando hice las averiguaciones de cómo llegar a La Higuera, donde fue muerto el Che, me avisaron que debía tomar un micro a las 7.30 de la mañana pues era el único horario de transporte público. Me lo informó la señora maestra de escuela que atiende el Museo general y el Museo del Che. Ella solamente me mostró el museo general y en una rápida conversación, en la cual le manifesté mi intención de conversar con alguien que hubiera conocido al Che, me contestó: «Yo le puedo contar de él». Lo único que me dijo fue que tenía 15 años en la época que el Che estuvo por esos lados, que consideraba que era muy mala la guerrilla y que nunca es buena porque trae desolación a los pueblos…

Así que me predispuse a conseguir información por otro lado y a madrugar para poder viajar a La Higuera. La cuestión es que el micro salió a las siete en lugar de las siete y treinta, lo perdí y unos camioneros que encontré en el lugar donde salió supuestamente el bus adelantado me aconsejaron que lo único que podía encontrar era algún vecino que fuera por alguna actividad mundana hacia La Higuera. Cuando ya me iba a desayunar al mercado, llegó un camión con carga y luego de las tratativas correspondientes decidió llevarnos por la módica suma de 10 bolivianos, un poco más de un dólar. Digo llevarnos pues se me acopló una compañera de 23 años, alemana, que estaba haciendo su pasantía en turismo en una agencia de su país que tiene como objetivo vender Bolivia a Europa. Ella no tenía mucha idea quien era el Che Guevara pero lo vendía dentro de los paquetes turísticos para Alemania, desde La Paz. Es que ahora está de moda Bolivia, porque tiene un Presidente indígena.

Nos subimos en el camión, nos acomodamos en una tabla que hacía de asiento y se metió de a poco en el camino más estrecho y curvo que he hecho en mi vida. El viaje, prometido para realizarse en dos horas, se convirtió en el doble. El frío se hizo sentir como la inminencia del paisaje. Una pareja de unos cincuenta años, recogidos en el camino, supieron rendirle pleitesía al amor como dos adolescentes en celo. Acurrucados y abrazados durante más de tres horas, nos acompañaron en nuestro viaje, mientras yo imaginaba amando a alguien de esa forma. Llegamos a la Higuera con un tímido sol que era más bien una resolana. El hombre que conducía el camión, nos prometió recogernos a las cuatro de la tarde. Promesa nunca cumplida.

Estaban arreglando las calles de La Higuera, con recursos donados por el Gobierno de Cuba y construirán un centro de salud con médicos cubanos también. La cara del Che está pintada en todas las paredes de las casas, ese rostro que ha recorrido todo el mundo. A pocos metros de la escuela donde fue acribillado el Che, una figura esculpida en material concreto también con su cara. Y un mural de unos rosarinos, lugar argentino donde nació el guerrillero, con las Madres de Plaza de Mayo pintadas junto al Che.

En la escuelita, como la llaman y donde mataron a Guevara funciona un museo con la misma información que hay en el museo de Vallegrande. Entrar cuesta 10 bolivianos y un desalentador guía ofrece contar la misma manida y escueta historia que nos contó la maestra en el museo vallegrandino. Es pobre y magra la historia simbolizada en este precario museo y la verdad es más valioso caminar por las cortas calles de La Higuera y conversar con su gente que ver lo que hay en la escuelita. De hecho sólo éste es el lugar que encierra algo de la historia de la guerrilla del comandante Ernesto Guevara, tal vez demostrando que la historia no está en el encierro ni en las paredes ni en las casas, sino en la memoria y en la vida misma de los protagonistas de ella.

A esos protagonistas busqué y hallé a Walter Romero, un maestro rural que discutió con el Che su metodología y su ideología. Me contó cómo fue ese encuentro. También hablé con Jesús Villarroel, otro profesor de Alto Seco, que fue el último lugar donde estuvo el comandante antes de llegar a La Higuera. Pero, bueno, eso es otra historia y merece otro capítulo lo conversado entre esta humilde comunicadora y los testigos de la guerrilla del comandante Ernesto Guevara de La Serna, el Che, el guerrillero que nació en ese mismo país donde me crié y resido la mayor parte del tiempo: Argentina.

Por: Carmen VillarroelLa autora es periodista argentina y colaboradora de Crónica Digital.

Desde Vallegrande, Santa Cruz de La Sierra, Bolivia.

Santiago de Chile, 12 de Mayo 2006
Crónica Digital
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