En virtud de estos convenios, presentados por Estados Unidos como Tratados de Libre Comercio (TLC), los entes de poder firmantes en esta región corren el riesgo de ser despojados de su capacidad para dirimir sobre cuestiones de suma relevancia para sus países.
La solución de problemáticas básicas como la seguridad social, protección de la biodiversidad, comunicaciones, educación, salud o salubridad, entre otros, quedarán sujetos al capricho de los magnates corporativos y en última instancia, a las leyes norteamericanas.
A su vez, la sujeción a estos acuerdos coartará la posesión y administración de los territorios bajo la jurisdicción de los Estados nación, en particular, aquellos donde las transnacionales podrán decidir sobre el agua, oxígeno, clima, plantas, animales, u otros.
Esto se explica porque los tratados promovidos por Estados Unidos, según el esquema estrenado con México (1994) y en especial con Chile (2003), implican casi la renuncia a la autonomía y autodeterminación de los gobiernos latinoamericanos.
Al mismo tiempo que reafirman el dominio de las empresas foráneas, estos documentos están diseñados para adquirir carácter de ley y hasta colocarse por encima de la constitucionalidad de los países situados al sur del río Bravo.
Aunque proliferan los estudios sobre este tema, pocas veces se aborda el vacío democrático que pudiera acarrear la aplicación de estos convenios, elaborados además con fines que trascienden lo comercial.
La falta de equidad en los nexos mercantiles propuestos y en casi todos los órdenes abarcados por los TLC, sugiere que estos tienden a impulsar una suerte de integración de un solo sentido, donde la democracia se trocaría en una suerte de objeto museable.
El afán hegemónico de Estados Unidos sobre América Latina acumula una larga data y estos acuerdos son apenas una muestra de la sutileza con que sus clases dirigentes persiguen adelantar en ese añejo proyecto en estos tiempos.
La hemorragia de tratados bilaterales desatada desde inicios de este siglo probablemente responda a la frustración de estas ante el rechazo generalizado a la creación de un Area de Libre Comercio para las Américas, consideran analistas y estudiosos de estos asuntos.
Los Estados nacionales, con sus comprensibles sistemas de protección, son el mayor obstáculo a la mundialización del capital y para vulnerar estos hacen falta fuerzas más efectivas que las emanadas de la acción de los organismos financieros internacionales.
Más allá de la desregulación promovida desde hace algo más de dos décadas por el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial del Comercio, los vientos que corren imponen la búsqueda de mecanismos de dominación de mayor alcance.
El acrecentamiento de la competitividad de otros bloques de poder y la proliferación de gobiernos progresistas en esta zona, algunos distinguidos por su oposición radical a la intromisión estadounidense, también explican el divide et impera en boga.
Al estilo de los emperadores romanos, el gobierno de George W. Bush intenta aplicar la vieja máxima y viabilizar la total succión de las débiles economías latinoamericanas por parte de las poderosas transnacionales con sede en su territorio.
La acumulación de riquezas a partir del despojo y la desintegración de estos países son sólo algunas de las metas fundamentales de los artífices de los TLC, quienes cuentan con el apoyo de las oligarquías locales.
Para empresarios y propietarios de esta parte del continente, ligados de manera estrecha a las administraciones gubernamentales favorables a estos acuerdos, la aplicación de tales modelos podría generarles dividendos y comisiones nada despreciables.
La venta de los recursos estatales a los intereses privados también ofrecería mayores posibilidades a estos sectores, quienes sin miramientos optan por aliarse a los capitales extranjeros en detrimento de sus paisanos empobrecidos.
Por: isabel Soto Mellado. La autora es periodista de Prensa Latina
Santiago de Chile, 29 de septiembre 2006
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