Ni semántica ni conceptualmente es lo mismo Comunidad que Unión. La unión es una forma superior y más completa de integración económica y política. Pero –y siempre hay un pero–, ¿hasta qué punto ese nombre refleja los reales deseos de unidad de todos los países del Cono Sur americano? Es obvio que algunos la desean de verdad. Otros, no tanto.
Hay que tener en cuenta que no son los pueblos los que deciden, sino los gobiernos. Esos gobiernos son los representantes de determinados sectores sociales de cada país. En la mayoría de los casos de los económicamente más poderosos. Por lo que su política estará supeditada a esos intereses que, en el caso de América Latina, de un modo o de otro, en mayor o menor medida, son dependientes de los grandes consorcios internacionales.
Uno de los grandes problemas que ha tenido la integración latinoamericana a lo largo de su historia, es la deformación estructural de la economía. Desde la conquista española y portuguesa, las economías en que quedó dividida América Latina fueron concebidas como complemento de las que existían en las metrópolis.
Eran y son, en la mayoría de los casos, agroexportadoras, monocultivistas o dependientes de la exportación de otras materias primas como los minerales, pues las oligarquías que asumieron el poder después de la independencia mantuvieron el mismo esquema de producción para el mercado internacional. Su poder radica precisamente en la continuidad del modelo colonial y neocolonial.
En ese esquema, el consumo interno de la población del país importa muy poco, ya que se produce para exportar y, mientras más barata sea la mano de obra, mientras mayor sea el ejército laboral de reserva y mayor la miseria, se obtendrán mayores ganancias. Los campesinos y mineros de Bolivia, Perú o de cualquier otro país latinoamericano, tal vez no sean capaces de teorizarlo, pero lo han sufrido en sus carnes y en su alma cada día de sus vidas.
Las grandes transnacionales de Estados Unidos y de otros países se aprovechan de estas circunstancias para mantener su modelo de dominación económica y, al mismo tiempo, obtener grandes ganancias. De ahí que no les convenga un proceso de integración latinoamericana que tiene por base la complementación energética, como punto de partida para el desarrollo integral de la región.
Tampoco les conviene que los pueblos aumenten su nivel cultural, pues ello los llevaría a reclamar sus derechos como seres humanos. Quizás a eso se deban las exclamaciones de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, en el sentido de que Hugo Chávez está destruyendo a Venezuela. En realidad lo que está impidiendo son los planes imperiales para la región. Y eso es imperdonable.
En la Primera Cumbre Energética Sudamericana, celebrada la pasada semana en Isla Margarita, Venezuela –a la que asistieron la mayoría de los mandatarios de la región o sus representantes de alto nivel–, el presidente Chávez puso a disposición de los países de la región el enorme potencial energético de su país que, sumado al de Bolivia, Perú, Ecuador, Brasil, Argentina y Colombia, pudiera constituir la base del desarrollo económico latinoamericano para los próximos 200 años.
El llamado Gasoducto del Sur, llevaría el gas de Venezuela a Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay. Mientras que otro gasoducto que ya se construye, lo conduciría a Colombia, Ecuador y Bolivia, países que, a su vez, son productores de ese hidrocarburo.
En la propuesta se señala que en el futuro el gasoducto podría extenderse a Perú, también productor de gas, y a Chile. La longitud será de unos 12 500 kilómetros. El costo de la inversión supera los 20 mil millones de dólares. También se prevé la construcción conjunta de varias refinerías de petróleo y gas. O sea, la idea es conectar a todos las naciones suramericanas y garantizarle la energía necesaria.
También propuso la creación de la Organización de Países Productores y Exportadores de Gas de América del Sur (OPPEGASUR), a los efectos de crear un frente común para la defensa de los países productores de ese subproducto del petróleo, que se va convirtiendo en la principal fuente de energía del planeta.
Esta propuesta no puede desvincularse de la hecha por Rusia de crear una entidad mundial de países productores de gas. Rusia es su principal productor y la primera reserva mundial. Irán es la segunda. Venezuela, por su parte, con los yacimientos encontrados en la Cuenca del Orinoco, pasa a los primeros planos en ese renglón, al igual que en el petróleo.
Al encuentro se llevó la propuesta de que los países del Cono Sur sean miembros del Banco del Sur, una nueva entidad impulsada por los presidentes de Venezuela y Argentina (Néstor Kirchner). Ecuador y Bolivia acordaron ingresar de inmediato, mientras que el presidente paraguayo, Nicanor Duarte, dijo que daría una respuesta en fecha inmediata. El Banco entrará en funciones a finales de agosto o comienzos de septiembre, con un capital inicial aportado por Venezuela y Argentina.
El gobierno brasileño, por su parte, que había anunciado su ingreso al Banco del Sur, anunció por boca de su presidente que no participaría, al menos por el momento, pues necesitaba estudiar a fondo la propuesta. Es evidente que el gobierno de Lula, sumido en grandes contradicciones –entre ellas el haber tenido que formar alianzas con partidos de derecha que controlan el Senado y la Cámara de Diputados–, no está en condiciones de tomar una decisión que puede traerle divisiones internas.
El ingreso de Brasil, la principal potencia económica de la región, hubiera fortalecido grandemente al Banco del Sur, uno de cuyos objetivos es que las naciones miembros puedan independizarse de las medidas que imponen el Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial.
No por gusto estas dos entidades, en crisis de todo tipo, principalmente de credibilidad, estudiaron la propuesta en la última reunión conjunta que sostuvieron en Washington. El presidente del Fondo, Rodrigo Rato, declaró que desconocía los objetivos del Banco del Sur y que se requería una amplia explicación sobre sus propósitos. Cuesta trabajo creerle.
Por su parte, el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, anunció que la iniciativa del Banco del Sur era el primer paso para la creación de una moneda común para la región, que permitiría una mayor relación económica entre los países miembros y una posición internacional más sólida e independiente. Precisamente, ese es uno de los principales objetivos.
Por último, tal vez como colofón de todos estos pasos, todavía incompletos, Chávez propuso el cambio de nombre del que les hablaba al comienzo de este artículo: la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), cuya Secretaría Permanente estará en Quito, Ecuador.
Es obvio que si se logra la total integración energética, si crea una interrelación y complementación entre las economías, las naciones y los pueblos, si se logra que todos estén de acuerdo en usar una moneda común, y se establece el Parlamento Suramericano, la unión sería un hecho casi consumado. Quedarían como escollos para la total unidad las fronteras de cada estado y, desde luego, los gobiernos.
Pero, como les decía al principio, son muchos los intereses que se oponen a esta unidad, incluso a sus pasos menos complicados y beneficiosos para todos, y está por ver si la voluntad política de los gobernantes alcanza para enfrentar ese reto. Todos aceptaron el cambio de nombre, pero, hubo actitudes disímiles.
Desde los mandatarios que no asistieron a la Cumbre con diferentes pretextos, como los presidentes de Perú y Uruguay, hasta los que, sabemos, están imposibilitados, no quieren o carecen de la voluntad política para marchar por el camino de la total integración. Esos aspiran a obtener la mayor cantidad de beneficios posibles, sin el compromiso que conlleva la unión, como sucede con Chile y Paraguay. En cuanto a Brasil, no quisiera decirlo, Lula sigue en su laberinto.
De todos modos –y pudiera parecer puro optimismo–, me da la impresión de que nos hallamos ante un proceso indetenible, en el que los gobiernos que no se sumen pudieran ser sobrepasados por la realidad. A pesar de todo lo que lo impide, a pesar de la falta de voluntad política de algunos gobernantes, la integración regional es una necesidad histórica impostergable, y la necesidad histórica tarde o temprano, de un modo o de otro, se impone.
Por Eduardo Dimas (Progreso Semanal)
Santiago de Chile, 27 de abril 2007
Crónica Digital, 0, 47, 12