LA UTOPIA Y LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN

‘Es en esos acentos donde está la clave del pensamiento de la liberación, el mundo es perfectible y no sólo contemplable. Pero también está la clave de la moderna concepción utópica de la fe.

Cuando Sergio Micco participo en la presentación de mi libro “Topías y Utopías, los nuevos proyectos sociales”, me recordó que en el texto yo no había considerado explícitamente la utopía cristiana, y hace algunas semanas leyendo a José Aldunate S.J. me pareció un deber corregir la involuntaria omisión.

Cuando preparaba el texto sobre las utopías, muchas veces me encontré con textos de importantes filósofos y teólogos cristianos, sin embargo debemos distinguir los diferentes planos en que se produce esta relación. Tras esta aclaración me permito proponer un camino, que me parece razonable, de cómo se ha establecido la relación de utopía y Fe.

Las utopías son textos, expresiones de lenguaje que dan cuenta de unos modos particulares de percibir la temporalidad, y sentido del futuro. Son relatos específicos de la tradición y la cultura. Formas ya universales, generalizadas gracias a la escritura primero y a las tecnologías audiovisuales después. Se trata de sueños convertidos por el lenguaje y la comunicación, de la abstracción de uno y múltiples órdenes del mundo, en proyectos sociales. Por tanto, hablar de utopías sin considerar la evolución de la teología, el tratamiento de los textos bíblicos, y la historia del cristianismo evidentemente es limitar su propia historia y concepto.

Hoy sabemos que el transito de la oralidad al mundo de la escritura fue un proceso complejo en el que jugo un rol relevante la y las lecturas bíblicas, y también la discusión teológica. No parece posible la relación que establece Santo Tomas de Aquino entre razón y fe sin las importantes discusiones teológicas de los siglos XI y XII y, por tanto, sin la consolidación del mundo de la escritura. A su vez, solo este proceso permite la concepción de la moderna utopía de la fe, en tanto hoy “la teología -como señala el Gustavo Gutiérrez- es una hermenéutica, una interpretación, de la esperanza, de los motivos que tenemos para esperar. Por eso está estrechamente ligada a cómo vivir hoy el mensaje de Jesús”.

En efecto, el antiguo mundo de la oralidad implicaba todo un orden que condicionaba el conocimiento de la naturaleza y las relaciones sociales, la elaboración de proyectos y la imaginación, pero no los anulaba. Más aún, el conocimiento del mundo sin lengua escrita era igualmente posible y al parecer, en algún grado, incluso lo es sin lenguaje fonéticamente articulado alguno, como hoy sabemos con muchas certezas que es el caso de los niños.

En esta perspectiva, es interesante constatar que el acto de nominar, presente en el Génesis y en diversos pasajes de la Biblia, en los marcos del orden cultural del mundo oral puede tener otras explicaciones, diferentes a las que hemos conocido. En efecto, en un mundo oral el conocimiento de fenómenos complejos se realizaba por medio del acto de nominar. Para los pueblos orales el dar nombres se constituía en un acto de poder humano sobre la naturaleza, pues en una cultura oral las palabras son expresión del acto concreto y no la definición abstracta de un rótulo; el nombre de la cosa estaba vinculado directamente con la circunstancia de aquella. La condición preponderantemente oral de la Biblia es explícita, por ejemplo, cuando se señala que «la fe es por el oír» -Romanos 10:17-, pese a que sabemos que Jesús sabia leer -Lucas 4:16.

Hoy sabemos que, por ejemplo, en general hasta avanzada la Edad Media la lengua escrita no tenía separación, espacios vacíos, entre las palabras, por lo que su lectura requería de ritmo, necesariamente era más lenta y su comprensión, al entregársele la intencionalidad truncada, por la falta de datos ortográficos, debía pasar por el necesario otorgamiento de una intencionalidad interpretativa, tarea de iniciados, limitando así sus posibilidades de difusión.

En efecto, en general, por más de dos mil años la descodificación del registro alfabético no se pudo realizar sólo con la vista, pues era necesario recitar en voz alta o entre dientes para así dar el ritmo necesario a la lectura. Sin embargo, sabemos que el mundo europeo conocía la utilización de espacios en blanco entre las palabras, pero consideraban esta separación como una “interpretación” del texto, prefiriendo y generalizando su no-utilización, siendo este uno de los aspectos menos aclarado en las investigaciones sobre el tema, más aun cuando existe testimonio escrito sobre la diversidad de opiniones que generaban las interpretaciones de textos sin espacios ni puntuación. La separación de las palabras se comienza a generalizar sólo entre los siglos VIII y IX a partir de las traducciones del latín, evidentemente de textos bíblicos, en Irlanda y no en el continente, y la lectura en silencio sólo fue conocida y generalizada entrado el siglo XII.

Los textos del nuevo testamento además nos permiten constatar lo complejo, y lleno de dificultades, que ha de haber sido el proceso de asimilación de estas nuevas tecnologías, como nos lo recuerda en algún pasaje -II Corintios 3:6- «la letra mata, el espíritu vivifica». Tal como ya lo había hecho Platón, quien critica duramente el entonces novísimo hábito de la escritura, con argumentos similares a los esgrimidos por los actuales críticos del uso de la moderna calculadora y el computador: la escritura, señalaba, «producirá en el alma de los que la aprendan el olvido por el descuido de la memoria, ya que, fiándose a la escritura, recordarán de un modo externo, valiéndose de caracteres ajenos; no de su propio interior y de por sí». Y no dejaba de tener razón, pues la escritura/lectura nos transforma de meros hablantes en usuarios de una lengua, pues esta no proporciona fundamentalmente un conocimiento lingüístico, cómo si un modelo para ese conocimiento

El proceso histórico que llevó a la asimilación social de esta original tecnología, obra consciente de la humanidad, fue lento y complejo puesto que requería la utilización social de otras tecnologías que posibilitaran su universalización; recordemos que el papel mismo sólo pudo ser fabricado en Europa en el siglo XII -aunque se cree que los chinos ya lo conocían catorce siglos antes-.

La tecnología de la imprenta vino a acelerar el proceso de penetración de la escritura y a desarrollar fenómenos intelectuales hasta entonces sólo excepcionales.
Con el libro surgió el lector aislado, solitario, apartado del entorno y de los demás individuos, recogido en su privacidad e intimidad, interpretando lo no expresado en el texto. El libro impreso permitió a la mente humana, a través del sentido de la visión, llenar con nuevos contenidos y asociaciones la experiencia vivida, presentándola ordenada en un patrón lineal, lo que otorgó, sin duda junto a otros factores, el hábito de considerar la realidad acorde con la imagen de la coherencia que conocemos, la ligación causal de los contenidos, la racionalidad lineal de los acontecimientos, y muchos otros fenómenos antes reservados sólo para los iniciados.

Pero también tuvo otros efectos de importancia cultural, como la aparición de periódicos y otros textos fechados que le dieron sentido al conocimiento de las fechas de nacimiento, muerte, u otros acontecimientos que ordenaban la existencia cotidiana, surgió el sentido intelectual de lo concluido, etc., todo lo cual fue el resultado, en última instancia, de la irrupción y prevalencia sostenida de la tecnología tipográfica como parte substantiva de todo un proceso de cambio social.

Pero todo esto ocurriría mucho después, en el siglo XV. Sin embargo, es durante el proceso que lleva a la consolidación de esta tecnología en el que ocurren las discusiones que estamos abordando. Es importante destacar que uno de los aportes fundamentales de la cultura escrita es el sentido de la distancia.

La escritura le permite a los individuos separar el conocedor de lo conocido, el yo de la experiencia y el objeto de ésta, configurándose el sentido de la «objetividad», lo que hoy denominamos la descontextualización del texto. En última instancia, las culturas orales hacían una distinción mucho menos compleja de “lo dicho” respecto de “lo que se quiere decir”.

La cultura escrita implica no sólo la escritura sino fundamentalmente la distinción sistemática entre lo que dice un texto y su interpretación, los dichos y lo implicado. Finalmente, la valoración de lo no dicho en el texto. Pero ello requirió de un largo periodo histórico, desde su reconocimiento como útil instrumento de apoyo mnemónico, hasta que, en torno a la interpretación de las escrituras bíblicas, se va configurando la transición hacia una moderna concepción de la escritura como proyección del habla.

En la Biblia, cuya discusión interpretativa para muchos es la clave para la posterior comprensión del significado “literal”, contextualizado y remitido a un autor y a una audiencia determinada, se nos relata como Felipe, el evangelista, escucha a un eunuco etíope “leer al profeta Isaías. Le preguntó: «¿Entiendes lo que estás leyendo?» El etíope contestó: «¿Cómo lo voy a entender si no tengo quien me lo explique?»” [Hechos 8:26-35], y es importante destacar que a esta difícil cuestión de la interpretación del significado literal de los textos sólo se le dio una “solución satisfactoria”, en los marcos del pensamiento de autor, entre los siglos XII y XIII, al ser abordado primero por teólogos como Pedro Abelardo (1079-1142), Maimónides (1135-1204), y el propio Santo Tomas de Aquino (1224-1274).

Si para Abelardo la Fe tiene una relación intima con la razón, y ese es el sentido de la Teología, Maimónides legitima el derecho a la existencia independiente de la filosofía y llama a Aristóteles “el príncipe de los filósofos”, para Santo Tomas era “el filosofo por excelencia”, pero lo suyo era la teología.

Y más allá de la discusión de cómo se relacionan ambas, lo cierto es que la filosofía de Maimónides y la teología de Santo tomas son hijas de la escritura, pues esta liberó la razón. No parece posible la evolución de la relación fe / razón sin la escritura.
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A partir de esta tradición tomista la construcción de la utopía de la fe naturalmente debía conocer el aquí y el ahora. Gustavo Gutiérrez señala que no “hay teología sin una relación con el pensamiento contemporáneo, y aquí tenemos otro gran nombre de la teología, Tomás de Aquino. No pretendo decir que hay una división de tareas entre ellos, Agustín más en relación con los acontecimientos históricos y Tomás con el pensamiento del momento. Me refiero a una cuestión de acentos”.
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Este argumento parece sustentarse directamente en Santo Tomas ya que, por ejemplo–Summa Theologica II, ii, cuestión 66, art. 7-, para el “los bienes superfluos, que algunas personas poseen, los debe por derecho natural al sostenimiento de los pobres” y, agrega, “no actúa ilícitamente el rico si, habiéndose apoderado el primero de la cosa que era común en el comienzo, la reparte con otros; más peca si priva indistintamente del uso de ellas a los demás.

Por eso dice Basilio en el mismo lugar: ¿Por qué estás tú en la abundancia y aquél en la miseria, sino para que tú consigas los méritos de una buena distribución, y él reciba una corona en premio de su paciencia?” (El subrayado es mío).
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La utopía de la fe me parece entonces expresada en esa “Iglesia que va peregrinando en la historia –como dice Jose Aldunate s.j, siguiendo al padre Alberto Hurtado- y más particularmente aportando el evangelio a este nuevo mundo”, y el teologo Gutierrez agrega “Dios entró en la historia humana, la situación que nos rodea, por eso el mensaje cristiano es un mensaje de libertad”.
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Sin duda, era necesaria esta corrección. Y mas valiosa me parece al haberme aportado nuevas dimensiones a una discusión vigente. Además en indudable que en las últimas décadas, en su dimensión utópica y liberadora, ha sido un invaluable aporte a la lucha por el respeto a los derechos fundamentales de nuestros pueblos. Pero también ha sido parte de la historia del desarrollo de la razón y la escritura, así como de su propia historia.

Por: Gonzalo Rovira. El autor es miembro del Consejo Editorial de Crónica Digital.

Santiago de Chile, 11 de agosto 2006
Crónica Digital, 0, 572, 19’

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La iniciativa, fue aprobada por 41 votos a favor y tiene por objetivo, según el diputado del Partido Por la Democracia (PPD) Esteban Valenzuela, resolver en parte el centralismo que en materia de inversiones se registra en Chile. Valenzuela -quien es miembro de la Bancada Regionalista- explicó que “entre las cosas raras del sistema centralista que hay en el país es que en algunas ciudades no hay portafolios sectoriales y que sólo las ciudades de Valparaíso y Concepción se han sumado al privilegio de Santiago que sea el Estado que financie el sistema de semaforización en red y las inversiones que en materia de transporte se han hecho”. Sin embargo, argumentó el parlamentario, el país tiene ciudades sobre 200 mil habitantes con problemas graves de congestión vehicular y que no reciben aportes estatales para solucionarlos. Este es el caso de ciudades del Norte, de Coquimbo-La Serena, de las capitales del Valle Central como Rancagua y Talca y Chillán; Temuco y las ciudades del Sur, como Puerto Montt. “La idea es que el Ministerio de Transportes, brutalmente central, diga si en los próximos cuatro años va a invertir en estos centros urbanos relevantes del país que tienen dificultades serias para modernizar su red de transporte y ésta es una atribución del gobierno central y no de los municipios o el gobierno regional, así que si les gusta que lo asuman pero que digan si van a invertir o no”, expresó Valenzuela. El proyecto aprobado por los diputados solicita al Gobierno que la Secretaría de Transportes (Sectra) informe de los planes de inversiones en cada Región del país; que el Gobierno incorpore en el Presupuesto 2006 inversiones mínimas en transporte para las ciudades intermedias del país, como mejoramiento de vías estructurantes y modernización de sistemas de semáforos con Centros Operativos de control como los existentes en Santiago y Concepción, financiados centralmente. Los parlamentarios solicitan además que se conozca el Plan de Transporte y Vialidad hacia el Bicentenario para las concentraciones urbanas sin inversión relevante: Arica, Iquique, Antofagasta, Coquimbo-La Serena, Rancagua, Talca, Chillán, Los Angeles, Temuco, Valdivia, Osorno y Puerto Montt. Valparaíso, 11 de agosto 2006 Crónica Digital , 0, 35, 3

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